domingo, 28 de noviembre de 2010

Tebraa: Retratos de mujeres saharauis


Artículo publicado con el consentimiento de su autora.

El largometraje documental Tebraa (“canto de las mujeres del desierto cuando están solas”), que consta de diez retratos de mujeres saharauis, además de un prólogo, dirigidos por catorce cineastas andaluzas, fue realizado en 2007 con el apoyo de la Asociación Provincial de Sevilla de Amistad con el Pueblo Saharaui y de la Junta de Andalucía.
Desde entonces, se ha vendido a Canal Sur y a la TV Extremeña, y se ha presentado en numerosos festivales y actos de apoyo al pueblo saharaui (uno de los objetivos de la obra es difundir y apoyar la causa saharaui). En la actualidad se está elaborando un proyecto similar sobre hombres saharauis, realizado por cineastas masculinos, que llevará por título El Vera(“El que anuncia”).
Tebraa constituye un proyecto colectivo -y solidario- de las cineastas, al cual podríamos aplicar el término tuizza (el trabajo colectivo de las mujeres saharauis): un proyecto de mujeres sobre mujeres, aunque por supuesto no sólo para mujeres, sino para todas aquellas personas que estén interesadas en la situación del pueblo saharaui. Como ellas mismas lo resumen: “Queríamos un proyecto activo, de conocimiento, descubrimiento y denuncia. En el propio proceso residía nuestro objetivo fundamental”.
Uno de los retratos incluidos en el largometraje, el de Fatma Omar Boukhari, dirigido por Mercedes Martínez del Río, se enfoca en una chica sorda de 20 años que ha vivido en Sevilla con una familia adoptiva desde que tenía ocho. Expresándose por medio de la lengua de signos, explica que no desea volver a vivir en los campamentos, en parte porque aspira a algo más que a ser “una máquina de tener hijos” y “una esclava de mi casa”, y en parte porque allí le sería más difícil comunicarse. La situación de Fatma funciona como una perfecta “metáfora invertida” del pueblo saharaui, ante cuya tragedia el resto del mundo sigue sordo treinta y tres años después de que se iniciara el éxodo hacia Tinduf, en la hamada argelina.
Al contrario que Fatma, que se expresa en silencio, el pueblo saharaui no ha dejado de verbalizar y gritar su terrible situación desde la invasión del Sahara Occidental (abandonado de manera vergonzante por la metrópoli, seis días antes de la muerte de Franco en 1975) por parte de Marruecos, y dieciocho años después del alto al fuego declarado por el Frente Polisario ante la promesa, eternamente diferida, de celebrar un referéndum de autodeterminación supervisado por la ONU. La ha contado y la ha gritado desde los campos de refugiados, desde los territorios ocupados, que se hallan cercados por un siniestro muro de 2.700 kilómetros de longitud, y desde el extranjero. Y todo inútilmente. Como dice la canción incluida en la pieza sobre Sukaina Brahi, de Dácil Pérez de Guzmán (con letra de la propia directora y música de Santiago Martínez):
“El siroco se lleva las promesas vanas. Los pueblos se esconden. No miran, no hablan”.
“Todo aquí se cansa, hasta el suelo”, declara Azuha Sah, la técnica agrónoma a la que retratan María Durán y Carmen Marzal. Sin embargo, no es ésa la impresión que nos queda después de ver el largometraje y escuchar a las mujeres. Por el contrario, a pesar de la interminable lucha y las condiciones infrahumanas en las que sobreviven, sin agua corriente, sin electricidad, sin medios de transporte, sin salarios y con una perpetua escasez de alimentos (dependen casi exclusivamente de la ayuda humanitaria internacional, que cada vez es menor), conservan una asombrosa energía y un indoblegable espíritu de resistencia. Las mujeres han sido el principal sostén de la sociedad saharaui desde 1976 y suele decirse que sufren menos opresión que sus congéneres de otros países árabes y del Magreb. En realidad, ya en la época nómada gozaban de más autonomía y respeto que otras mujeres musulmanas y, aunque la sedentarización impuesta por la colonización española les hizo perder algunos derechos, esa situación de relativo privilegio se mantiene hasta cierto punto. Fueron ellas quienes montaron y construyeron (literalmente, ladrillo a ladrillo) los campamentos de Tinduf, mientras los hombres se encontraban luchando en el frente, y los siguen gestionando en gran medida, ostentando cargos de poder en las dairas (municipios) y las wilayas (campos).
El 35% de los diputados del Parlamento saharaui son mujeres (frente al 8,6% como promedio en los países musulmanes; sólo se acercan Túnez, con un 22,8%, y los Emiratos Árabes, con un 22,5%; pero, por ejemplo, en Marruecos son sólo un 10,5% y en Egipto un exiguo 2%). Por otra parte, la Unión Nacional de Mujeres Saharauis, fundada en 1974, lleva a cabo una intensa labor de activismo, en apoyo tanto de la independencia de su pueblo como de sus derechos como mujeres, e intenta evitar que, como ha ocurrido en otros contextos revolucionarios y de descolonización, una vez recuperada la independencia pierdan los derechos que han conquistado durante la lucha.
Tebraa pretende ser “un mosaico de vidas que reflejen distintas facetas del prisma que es la mujer saharaui”, la enorme diversidad de actitudes y experiencias femeninas que coexisten en esa sociedad. A pesar de la variedad de enfoques y estilos cinematográficos de las piezas que lo componen, el largometraje constituye un todo unitario, con coherencia narrativa. Su estructura traza un amplio arco de las condiciones de vida de las mujeres saharauis, de la niñez a la vejez en los campamentos, y de los campamentos a los territorios ocupados donde se libra la difícil batalla contra los invasores marroquíes, alternando con el retrato de niñas y mujeres que han estado fuera, en España o Cuba, estudiando o (en el caso de las más pequeñas) alojándose durante el verano con familias españolas como parte del programa “Vacaciones en Paz”.
Tras el breve prólogo de Beatriz Mateos, que pasa revista, mediante estremecedoras imágenes de archivo, a los acontecimientos históricos que han llevado a la situación actual, el largometraje propiamente dicho empieza con el retrato, dirigido por Chaska Mori, de Maaluma Ami Didi, una matrona de los campos de refugiados. Maaluma explica su labor en el control de los embarazos y su imprescindible ayuda para las mujeres que eligen el parto tradicional en la haima. La pieza muestra (en directo) el nacimiento de un bebé, acontecimiento que se contrapone explícitamente con la esterilidad de la tierra que aloja a los refugiados, y la posterior ceremonia del nombre.
El segundo corto, realizado por Dácil Pérez de Guzmán, trata sobre Sukaina Brahi, una niña de 12 años que compagina la vida en los campamentos con los veranos en Sevilla, y que, aunque es capaz de pasar de un mundo al otro con total naturalidad, de alguna manera se siente dividida entre “mi madre de arena [y] mi madre de agua”, según la canción que sirve de fondo musical. Su sueño: colocar la piscina de “su” casa de Sevilla al lado de la haima de los campamentos. A continuación se nos ofrece el retrato “Zainabu y Zaina”, dirigido por Paz Piñar y Laura Alvea, que nos presenta a dos adolescentes de los campamentos con actitudes opuestas ante su papel como mujeres. Zainabu es una joven analfabeta, dedicada por completo al cuidado de su madre y sus hermanos, que viste la tradicional melfa y sólo sueña con casarse y tener su propio hogar. Por el contrario, Zaina es una chica de 12 años que viste al estilo occidental y sueña con ser cantante y viajar por todo el mundo; sólo se casaría, dice, con un hombre que aceptara -y compartiera-ese estilo de vida.
A continuación, el retrato de Mariem Hassan, realizado por Raquel Conde, se centra en una cantante que utiliza su voz y su arte para difundir la causa saharaui por el mundo, ya que, en su opinión, la música llega a más sitios que la política. La pieza muestra fragmentos de una actuación en España y nos permite conocer sus canciones, todas en lengua hasanía: unas melancólicas, que expresan el profundo dolor de su pueblo, y otras de ritmo muy vigoroso, que estimulan a mantener vivo el recuerdo del Sahara (que, insiste, es “un país de verdad”) y la lucha por recuperarlo. Sigue el ya citado retrato de Fatma Omar Boukhari, de Mercedes Martínez del Río, que, según confesión de la propia directora, creó ciertas dudas en torno a su inclusión, puesto que, con su rechazo del estilo de vida saharaui, la protagonista no muestra el mismo compromiso con su pueblo que las demás mujeres. Sin embargo, quizás no debamos ver la postura de Fatma como una anomalía, sino al revés: considerar como casi “sobrehumanamente” heroicas a tantas mujeres (y tantos hombres) que, tras pasar años formándose en el extranjero, vuelven a los campamentos de refugiados para vivir en las dificilísimas condiciones a las que aludí anteriormente.
Éste es el caso de Azuha Sah, la técnica agrónoma retratada en la pieza de María Durán y Carmen Marzal, quien, tras estudiar en Cuba entre 1982 y 1990, regresó para intentar desarrollar un mínimo de agricultura en la árida tierra de la hamada. De hecho, eligió esa carrera porque le parecía la más útil para su pueblo y, desde su retorno, ha conseguido, mediante complicados y artesanales sistemas de riego, el cuasi milagro de crear pequeños huertos donde se cultivan diversas frutas y verduras. “Dad-Da Zeidan Brahim”, de Rocío de las Huertas, cierra los retratos de los campamentos. Dad-Da es una anciana que vivió el éxodo de 1976 y, en medio de una especie de ensoñación o delirio, va recordando cosas sueltas de sus experiencias y fantaseando con el mar que vio desde un avión cuando viajó a La Meca. La estructura de la pieza, que empieza y termina igual (alguien le pregunta “¿Te has despertado?” y ella contesta “Sí, me mareé, pero ya me he recuperado”), constituye otra elocuente metáfora del estancamiento de la causa saharaui y las pocas posibilidades que tiene de resolverse.
“Voces sin nombre”, de Ana Álvarez-Ossorio y Eva Morales, nos mete de lleno en la heroica Intifada de los habitantes de los territorios ocupados y la horrible represión a la que están sometidos. Cuenta las dificultades de las directoras para realizar sus entrevistas, tanto en el Sur de Marruecos (donde much@s saharauis estudian o trabajan) como en los propios territorios, que culminaron con su expulsión de El Aaiún por las autoridades marroquíes, y las (aún mayores) dificultades de las mujeres saharauis, quienes están luchando en pie de igualdad con los hombres, para sobrevivir en medio de continuas detenciones y salvajes torturas. Para evitar represalias, la mayoría aparecen “sin nombre”, con una franja que les tapa los ojos, en una sugerente inversión de algunos vestidos femeninos del ámbito musulmán que sólo permiten mostrar los ojos. El siguiente retrato, dirigido por María Rodríguez, nos presenta a Fatma y Mamia, dos hermanas que fueron encarceladas al principio de la ocupación, en 1976, con 18 y 14 años, respectivamente, junto con sus padres. Pasaron dieciséis años en las cárceles marroquíes, donde, además de sufrir espantosas torturas, vieron morir a su madre y a su padre. Tras ser liberadas o, mejor dicho, trasladadas a “la gran cárcel” que son los territorios ocupados, se vieron sometidas a tal persecución que en 1999 huyeron en una patera a Canarias, donde les fue concedido el asilo político.
La película se cierra con la pieza de Ana Rosa Diego sobre Aminetu Haidar, una activista que ha pasado varios años encarcelada, sufriendo todo tipo de vejaciones y torturas, y que ha sido propuesta para el Premio Nobel de la Paz. El corto recoge una entrevista con ella, en la que denuncia, entre otras cosas, la traición del gobierno español (no así del pueblo español, a quien agradece su apoyo) y de la ONU, intercalada con imágenes del recibimiento que se le dispensó a su llegada a Sevilla y del homenaje que se le rindió en el Paraninfo de la Universidad con motivo de la entrega del Premio Juan María Bandrés a la Defensa del Derecho de Asilo y la Solidaridad con los Refugiados en 2006. Durante este acto, Aminetu habla por teléfono con un compañero de los territorios ocupados que cuenta, en vivo y en directo, cómo la policía marroquí disuelve violentamente una manifestación y luego, entre lágrimas, le hace escuchar los gritos de “¡Sahara, libertad!” que corea el público.
Pese a todo el horror y la desolación que destilan los diversos retratos, Tebraa se abre y se cierra, pues, con manifestaciones de esperanza: respectivamente, el llanto de la llegada a la vida de los nuevos saharauis a los que Maaluma Ami Didi ayuda a nacer y estos gritos de “¡Sáhara, libertad!” que, lamentablemente, la realidad geopolítica parece empeñada en desmentir y a los que desde aquí quiero sumarme.

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